Dos monjes paseaban por el jardín de su monasterio, conversando sobre asuntos intrascendentes, cuando uno de ellos paró su pie un segundo antes de aplastar a un hermoso caracol que se cruzaba por el húmedo sendero.
Con delicada precisión tomó al desorientado animalito entre su pulgar y su índice y lo miró tiernamente. El monje se sentía feliz de no haber interrumpido el ciclo de vida y muerte de ese pequeño destino. Delicadamente lo colocó encima de una fresca lechuga.
El devorador de ensaladas
Sonriente miró a su compañero buscando su complacencia, pero se encontró un rostro frío que encorvaba una ceja:
-¡Incosciente! Ahora, salvando a ese insignificante caracol, pones en peligro el huerto de lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto esmero.
Ambos discutieron acaloradamente bajo la mirada curiosa de otro monje que se acercó a arbitrar la disputa. Como no conseguían ponerse de acuerdo, este último propuso contarle el caso al gran sacerdote. Él sería lo bastante sabio para decidir cual de los dos tenía razón.
Se dirigieron pues, los tres al anciano, y el primer monje expuso el caso.
-Has hecho bien. Era lo que convenia hacer -contestó el sacerdote.
El segundo monje dio un brinco:
-¿Cómo? ¿Salvar a un devorador de ensaladas?¿Eso es lo que convenía hacer? Debíamos haber proseguido nuestro camino sin importarnos si aplastábamos aquel minúsculo caracol. Eso hubiese protegido el trabajo del jardinero gracias al cual tenemos todos los días buenos alimentos para comer.
El gran sacerdote escuchó, movió pensativo la cabeza y dijo:
-Es verdad. Es lo que convendría haber hecho.Tienes razón.
El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó:
-¡Pero si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! ¿Cómo pueden tener razón los dos?
El gran sacerdote miró largamente al tercer interlocutor. Reflexionó, movió la cabeza y con una cálida sonrisa en su rostro sentenció:
-Es verdad. También tú tienes razón.
Foto: Yutaka Seki
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