Dedicado a todos aquellos que, sin ser conocidos, se dedican a la enseñanza del karate desde por la mañana, hasta por la noche, echándole horas ya sean los días de diario o los fin de semana, siendo verdaderos difusores del Karate.
Que nunca nos falte.
En el tranquilo dojo de karate, el Maestro observaba con orgullo a su familia de alumnos, quienes no solo eran estudiantes dedicados, sino también compañeros de viaje en el camino del dominio del arte marcial. Cada día, se maravillaba al ver cómo absorbían sus enseñanzas, honrando así la tradición ancestral del karate.
Cuando uno de ellos faltaba a clase, el Maestro sentía una leve punzada en el corazón, como si una parte de su familia estuviera ausente. Era como una pequeña herida en el espíritu del dojo, pero sabía que tales ausencias eran parte del flujo natural de la vida.
A medida que pasaban los días, el vínculo entre el Maestro y sus alumnos se fortalecía, transformándose en algo más profundo que una simple relación maestro-alumno. Eran una familia unida por el amor al karate y el respeto mutuo.
En cada clase, el Maestro encontraba renovada inspiración al presenciar el compromiso y la pasión de su familia de karatekas. Sabía que, aunque las heridas de la ausencia pudieran doler, el florecimiento de sus discípulos como individuos y como parte de una familia era la verdadera recompensa de su labor como guía y protector en el arte del karate.
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