Luego de pasar por innumerables controles electrónicos, preguntó a un portero de uniforme azul marino con botones dorados, que sentado en una pequeña mesa hacía crucigramas:
– ¿Tiene usted la amabilidad de indicarme cual es el despacho del señor Antunez?
– Por aquel pasillo verde, cuarta puerta a la derecha. – contestó lacónico el portero, sin dignarse a mirar a quien tan cortes le preguntaba.
Se dirigía Don Rufino al despacho señalado, cuando se encontró con un empleado que salía de una de las dependencias más próximas.
– ¿Cómo? – dijo el caballero, haciendo la más hiperbólica exclamación de asombro.
– ¿Qué le trae por esta modesta casa al muy alto y poderoso señor Presidente del Tribunal Supremo de Justicia?
– Un pequeño asunto – respondió Don Rufino, y ambos personajes continuaron hablando unos momentos.
El portero, al escuchar las primeras palabras del dialogo, se levantó súbitamente como impulsado por un resorte, al tiempo que guardaba su crucigrama en un cajón de forma apresurada. Alcanzando a Don Rufino se plantó ante él con la cabeza tan baja, que la barbilla se le clavaba en el pecho y gimoteo.
– ¡Señor, poderoso señor: perdóneme usted! Reconozco que he cometido un grave, gravísimo error; yo no sabía quien era su excelencia, le confundí con alguno de los “hombrecillos” que vienen por aquí.
– ¿Qué es lo que me dice usted? – contestó atónito Don Rufino.
– Perdóneme su señoría, que soy un bruto; no tengo olfato… ni visión… acepte mis disculpas.
– Pero… ¿que dice buen hombre? ¡si no me ofendió en nada!, además no soy lo que se figura. Lo he sido; pero ahora no soy más que un modesto jubilado.
– ¿Un jubilado? – exclamó el portero, abandonando su pose sumisa. – Por aquel pasillo verde, cuarta puerta a la derecha. ¡Ah! y ¡pida permiso para entrar!
(Este relato, pertenece al libro «Huevos Fritos» del escritor Francisco Ponce Carrasco)
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