Siempre he sentido una gran fascinación por la prehistoria. Cuando era estudiante tuve la oportunidad de colaborar en las excavaciones de la Cueva del Castillo, en Puente Viesgo (Cantabria). Me encantaba ese trabajo, excavar en una pequeña cuadrícula, pasar el cedazo por la tierra recogida, recoger cuidadosamente todos los fragmentos… Disfrutaba enseñando las cuevas y sus pinturas, algo que hacía ocasionalmente, cuando en pleno agosto los guías estaban a tope (en aquellos tiempos las reglas eran algo más flexibles, creo). Pero lo que más adoraba era entrar con los profesores, arqueólogos y arqueólogas, en las cuevas que el público no podía visitar, cuyo acceso era más difícil y que no disponían de luz eléctrica, entrar a gatas por los pequeños corredores y permanecer en una pequeña cavidad, en la que sólo cabían dos o tres personas, y observar las paredes llenas de pinturas. Estar allí, en ese pequeñísimo espacio, que evidentemente fue tan sagrado y especial hace más de 40.000 años, me hacía sentir, en mi mente joven, como si estuviera entrando, como si estuviera entreabriendo ligeramente la puerta de un espacio muy íntimo, muy privado; un espacio que me permitía, de alguna forma sentirme un poquito más cercana a aquellos hombres y mujeres del pasado. El hecho de que cada cosa que viera o descubriera provocará más preguntas que respuestas me resultaba, y me resulta, fascinante.
Tuve la inmensa suerte, también, de poder visitar las cuevas de Altamira en varias ocasiones, no sólo de pequeña con mis padres, (visita que no recuerdo en absoluto porque era demasiado pequeña), sino de adulta cuando ya había crecido en mí esa pasión; visitas organizadas y facilitadas por mi gran amigo Pepe, que entonces vivía en esas tierras del Norte, que me habían visto nacer a mí y que él adoptó durante un tiempo como suyas. La impresión y la emoción que me producían esas pinturas, la sensación de viveza, es absolutamente inimaginable, ninguna foto puede reproducir la perfección y el volumen que esos artistas de nuestro pasado remoto supieron reflejar sobre la roca.
Siempre que viajo y hay alguna cueva con pinturas procuro visitarla. Si hay restos de construcciones Neolíticas, también. Dólmenes, menhires, cromlechs, siempre que están cerca, son una parte importante en mis viajes. Mi marido me acompaña en esas búsquedas y ha aprendido a amarlo también o, por lo menos, a acompañarme en mi pasión.
La última visita que me dejó impresionada fue la de los menhires de Monteneuf en la Bretaña francesa. Allí hay más de 400 menhires, de los cuales los arqueólogos han logrado levantar en su posición inicial 42; el resto siguen tumbados, medio enterrados en la maleza, ocultos entre los árboles, hasta que nuevas técnicas arqueológicas, que puedan surgir en el futuro, les permitan volver a erigirlos en su posición correcta, en aquella en la que fueron levantados por los hombres y mujeres que construyeron esa cultura. Esta visita es, quizá, la visita a monumentos megalíticos que más me ha impresionado en toda mi vida, y eso que en años anteriores había viajado a monumentos mucho más famosos y conocidos, como el sitio de Carnac (también en la Bretaña).
Además de lo que podía ver en el lugar, los extraordinarios paneles explicativos que ayudaban en la visita me hicieron reflexionar sobre varios aspectos, y hoy quisiera compartir con vosotros y vosotras uno de ellos. Lo que vemos de esos megalitos no es otra cosa que la proyección de nuestras propias creencias e ideas, es decir, vemos en esas piedras lo que creemos que son. A lo largo de la historia han sido visto de diferentes maneras, en muchas ocasiones, como una fuente de piedra para construcciones de iglesias o puentes; en los siglos V al VII abundaron los adoradores de piedras, que creían que tenían poderes mágicos y la capacidad de otorgar la fecundidad o la curación de enfermedades; en otras épocas fueron vistos como obras diabólicas que debían ser destruidas (de hecho en el año 1000 derribaron los 400 megalitos que aún quedaban en pie, y que habían sido erigidos entre los años 6000 a 5000 a.C.); en el siglo XIX fueron vistos como fuente de inspiración poética y mágica; hoy algunas personas los ven simplemente como construcciones primitivas, otras sienten que tienen un poder y una fuerza especial.
Los paneles te invitan a pararte y tomar conciencia de qué sientes. Algunos visitantes evidentemente lo hacen, incluso vi a uno acercarse a un megalito que permanecía aún tumbado en la tierra, introducir sus manos con respeto en el agua caída de la lluvia del día anterior, que había quedado en una oquedad de la piedra, y mojarse cuidadosamente el rostro con ese agua.
¿Qué veía yo? Intentando no proyectar ningún pensamiento, simplemente sentía. Me dejaba llevar de una piedra a otra, las tocaba, me paraba, caminaba, miraba, veía. Una emoción profunda me llenaba. Me parecía que todo vibraba, junto con la luz del sol, en ese claro del bosque, donde se levantaban las piedras. La visita se hizo más larga de lo esperado. Más reflexiva. Más profunda. Una reflexión acudía después a mi conciencia, la certeza, otra vez, de que proyectamos nuestras creencias, pensamientos, prejuicios e ideas sobre todo lo que vemos.
Un ejercicio que he repetido mucho en los últimos años de mi vida es pararme y observar sin proyectar nada desde mi mente, siendo consciente de cuándo la proyección surge, para volver a dejar la mente en silencio y volver a observar y sentir. Es un ejercicio tremendamente poderoso que da sorpresas de vez en cuando. Quizá una de la proyección más sutil es la de «¡qué bonito!», o la contraria, «¡qué feo!». Pero bonito y feo son sólo palabras, juicios, etiquetas, proyecciones.
Me sorprendió un día, a la vuelta de un viaje, llegar al garaje, y al recorrer las calles donde se encuentra el campo de fútbol y se levantan edificios viejos y gastados que la mente califica como feos, de repente, como un click en la conciencia, y entonces nada era ni feo ni bonito, sino increíblemente vivo, intenso y vibrante… Incluso la publicidad en papel medio rota que rodaba con el viento, bailaba y jugaba, participando de la energía de vida tan intensa que yo sólo podía mirar absorta, asistiendo al espectáculo. En otra ocasión, durante un viaje, en una autovía muy conocida por mí, que recorre un espacio especialmente seco diseminado de pueblos y de industria, otra vez ese salto, ese clic, rápido, instantáneo, y de nuevo era un paisaje vibrando de luz, de vida, de energía, tan intensamente, que me emocionaba tener el privilegio de poder verlo.
Sin embargo, donde más proyectamos ideas, prejuicios y creencias es en cómo vemos a las personas. Las etiquetamos, las enjuiciamos, las adoramos o las rechazamos, proyectamos sobre ellas sueños e ilusiones, deseos o esperanzas, o temores, miedos y rechazos. Pero ¿las vemos de verdad?
Haz el ejercicio que antes he propuesto. Practícalo siempre que puedas, en cualquier sitio. Presta mucha atención a los lugares que generan un gran tirón emocional, de atracción o de rechazo. Cuando tengas práctica pasa a hacer lo mismo con gente desconocida, en el autobús, el metro, las salas de espera, las colas del supermercado o del banco… Luego empieza a practicar con personas más conocidas, más cercanas. Es más difícil. Nuestra historia común hace que proyectemos sobre esas personas nuestra percepción e interpretación de esa historia. Con la práctica hazlo con las personas más próximas a ti: tus padres, tus hijos o hijas, tu pareja, tu ex-pareja… El reto aumenta. La proyección de historias es rápida. Aprender a dejarlas a un lado lleva tiempo. Cuando ya no hay historias ni juicios que proyectar: ¿Puedes ver y sentir el misterio, la vida intensa, latiendo en esa persona?
Con más práctica aún, vendrá el hacerlo con la persona más difícil de todas: Mira el espejo. ¿Qué ves? ¿Puedes dejar de proyectar años de juicios, etiquetas, deseos, frustraciones, identificaciones e historias? ¿Puedes ver lo que se esconde detrás de todas esas máscaras? Quizá al hacerlo, aunque sea durante unos segundos, podrás sentir esa intensa y tremenda sensación de Vida, tan fuerte, que te hará reír como un niño o una niña que descubre el mundo y la vida, como un bebé que se mira y se ve en el espejo por primera vez, lo toca, se emociona, y ríe.
Cuando la mente no proyecta y sentimos la vida, volvemos a reír, sin ningún motivo, sin ninguna razón. Somos, de nuevo, alguien que se asoma por primera vez al mundo, alguien que desaparece y se funde con la vida, un átomo de polvo danzado en la luz, la luz misma danzando consigo misma, jugando consigo misma, disfrutando consigo misma.
Fuente: http://espacioconcienciaplena.blogspot.com/
Imagenes Yolanda Calvo
25 noviembre, 2018
Estupenda práctica. Gracias por compartirla.
Estoy de acuerdo con ese click brillante e intenso, luminoso y sin visillo de por medio.